

Caminando por el paseo marítimo, me perdí entre los colores del amanecer reflejados en las olas y los cafés que comenzaban a abrir. Cada calle tenía su historia: desde la catedral de Varna, imponente y llena de luz, hasta los mercados donde los aromas del pan recién horneado y las especias locales me hacían detenerme a probar cada bocado.
Lo que más me cautivó fue el Jardín del Mar, un parque que parece abrazar la ciudad con sus senderos sombreados y esculturas escondidas entre los árboles. Me senté en un banco, observando a los locales pasear y a los niños jugar, sintiendo que el tiempo se ralentizaba. Varna no es solo una ciudad de playas y arquitectura, sino un lugar donde la historia y la vida cotidiana se entrelazan de manera tan natural que no puedes evitar enamorarte de cada rincón.
Al caer la tarde, me aventuré hacia el puerto, donde los barcos descansaban mientras el sol pintaba el cielo de tonos naranjas y rosados. Decidí probar un plato típico en un pequeño restaurante frente al mar: pescado fresco acompañado de verduras locales. Cada bocado parecía contarme un pedazo de la tradición búlgara. Más tarde, mientras caminaba de regreso por las calles empedradas, me encontré con músicos callejeros tocando melodías que se mezclaban con el sonido del mar. Fue uno de esos momentos en que sientes que la ciudad te susurra sus secretos, y entiendes que Varna no solo se visita, sino que se siente y se guarda en la memoria.







